top of page

Papá

 

Escribí un relato cuando era niño. Recuerdo su trama: una pelea entre dos vaqueros, el bueno se descuida y el malo le quita la pistola y lo mata con su propia arma. Suena insulso, pero ese fue mi primer escrito, en una hoja doble que arranqué de un cuaderno y le entregué a mi papá apenas llegó de trabajar.

Él leyó el cuento y con dos palmaditas en la espalda me hizo saber que estaba complacido con mi esfuerzo. Lo dobló por la mitad y lo guardó. Quizás él nunca lo supo, pero su gesto de satisfacción de aquel día, y ese gusto que sentía por las letras y que me infundía cada vez que tenía la oportunidad de hacerlo, fueron los motivos originales de mi afición por la escritura.

Muchos años después de su muerte, escarbé en los cajones de su closet, en un sobre de cuero donde guardaba algunos recuerdos, entre sus libros y documentos, y no hallé el cuento de los vaqueros.  Se perdió irremediablemente. Pero no importaba, ya había dejado sembrado en mí este amor por la literatura, que era lo importante.

 

El Chivo

 

En el colegio, a nuestro profesor de español y literatura le conocíamos como El Chivo porque lucía una barbita triangular y blanca que parecía copiada de los carneros del cañón del Chicamocha.

Pero él, lejos de balar, enseñaba. Era un intelectual con rasgos renacentistas que hablaba de clásicos y modernos y no solo nos formaba en redacción, gramática, ortografía, sintaxis y apreciación literaria, sino que nos estimulaba para que escribiéramos con propiedad.

Uno de sus grandes aciertos fue la creación del concurso de cuento en el colegio, y que se convirtió en una actividad clave de la semana cultural que se llevaba a cabo allá todos los años.

Yo tuve el privilegio de participar en algunos de esos certámenes. Gané en dos de ellos.

Muchos años después de haberme graduado de bachiller, volví a ver al Chivo. Caminaba por la calle con pasitos cortos y un periódico bajo el brazo. Su barba blanca no ocultaba el paso del tiempo y tampoco lo hacía la expresión distante de su mirada. Además, llevaba en su espalda el peso de un accidente automovilístico que por poco le costó la vida. Estiró su mano para saludarme y noté que tenía dificultad para moverla. «La edad no perdona», dijo con nostalgia. Pero su espíritu seguía igual: inquieto por el arte, las letras, la buena conversación, la cultura. Sí, la edad no perdona, repetí para mis adentros cuando nos despedimos, pero los espíritus grandes jamás se dan por vencidos.

De Fontibón a Bogotá

 

Vivíamos en Fontibón, un municipio separado de la capital por una carretera angosta y sin pavimentar.

Recuerdo los viajes con mi padre a Bogotá, en los buses de transporte público atestados de gente. Nos abstraíamos de las penurias del trayecto y nos dejábamos llevar de entretenidas conversaciones en las que me hablaba de los libros que estaba leyendo.

En una ocasión se refirió a la biografía de Fouché, del célebre escritor austriaco Stephan Zweig. Aquella vez habíamos tomado el bus del mediodía y el calor era insoportable. Era sábado y mi papá lucía su chaqueta de paño preferida. La gente, pese al bochorno y la falta de aire, no dejaba abrir las ventanas porque se podía entrar el chiflón. Pero la charla estaba tan entretenida que nos olvidamos del mundo y sus complicaciones, y nos sumergimos en la mirada fría, el rostro de cera y la sonrisa mordaz de José Fouché, aquel funcionario de Napoleón Bonaparte a quien llamaban “el genio tenebroso”.

Cuando llegamos al centro de Bogotá nos bajamos del autobús. Las imágenes de un Fouché calculador, intrigante y taimado aún bullían en mi cabeza, cuando vi que algo pasaba con la chaqueta de mi papá. Se escurría hacia un lado, caía sin gracia por encima de su hombro, estaba deformada. ¿Qué había pasado? Se quitó la prenda para analizarla y le encontró en la espalda una rajadura de bordes nítidos, de un palmo de larga, hecha de seguro con una cuchilla de afeitar. La rajadura había traspasado el forro del saco y comunicaba con el bolsillo interior con precisión quirúrgica. Su billetera no estaba, le habían robado.

 

La Nacho

 

Me gradué de médico en la Universidad Nacional de Colombia, a la que con gratitud y aprecio le decimos La Nacho.

Allá aprendí no solo a ejercer mi profesión frente a los enfermos, sino a entender que la salud y la enfermedad van de la mano de los aspectos científicos, sociales, económicos y políticos del entorno.

La Nacho es una lupa de muchos aumentos para cada una de estas aristas. Pude ver, entonces, que nuestra realidad superaba con creces las ficciones más fantasiosas, y que la mejor manera de escribir ficción en Colombia era narrar lo que había sucedido o estaba sucediendo, o de lo contrario me iba a quedar corto. Por algo Gabriel García Márquez aseveraba: “Nunca me he cansado de decir que ‘Cien años de soledad’ no es más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas”.

En la facultad de medicina seguíamos a pie juntillas la frase de un destacado científico español que decía: “El médico que sólo sabe medicina; ni medicina sabe”.

Era magnífico escuchar a mis profesores. Sabían de tantas cosas y las exponían con tanta elocuencia que los salones de clase y los pasillos del Hospital San Juan de Dios permanecían adornados de comentarios rotundos y oraciones bien hechas.

Varios de ellos eran literatos. Escribían novelas, cuentos, poesías, relatos, ensayos, crónicas y artículos periodísticos. Verlos obrar así fue una enseñanza, la percepción de que la literatura y la medicina si pueden caminar juntas cogidas de la mano.

El día que lo comprendí, me sentí aliviado.

bottom of page